NATALIA.




Natalia trabajaba de dependienta en la farmacia “El ganglio feliz”. A veces, pa’ salir de la rutina cambiaba las pastillas de blister poniendo excitantes en las de los cardiacos, viagra en la de algunos sacerdotes, purgantes para los diarreicos y viceversa... En esas entró en la farmacia una muchacha japonesa vestida de colegiala que chupaba con fruición un caramelo. Era un sonido asqueroso, pero atraía la atención de la distrofica Natalia de forma obsesiva. Sintió como se le humedecía la nuca y el hoyo del ombligo de puro nerviosismo;
-Dame un pedacito del caramelo, anda…-le dijo Natalia a la japonesa. Esta chupó con más fuerza el dulce en su boca, haciendo más ruido chupeteador para obsesioná aún más a la niña mochuela;

-No, es mío y no te doy.

-Si me das un pedacito…-dijo Natalia y pensó qué ofrecerle de interés a la muchacha orientá. Sus ojos verdiazules se movían como una bombilla sola colgá de una cable de la luz un día ventoso-, cucha, te bailo como voy a hacer luego sola en casa, cantaré como una capulla y luego me ves. entrelazar los dedos de los dos pies, que es muy divertido; una vez lo hice tan bien que luego no los podía separar y me llevé sola en casa tres días solamente acompañá de mi cucarachilla Cayetana...

-Que no, coño, que no te doy caramelo, so pesá, he venío por paracetamó de un gramo de las pastillas gordas... -replicó la japonesa a todo lo explicado por Natalia. Ésta montó en cólera, cogió el utensilio ridículo de quitarle el código de barras a las cajas de medicinas y le cortó limpiamente ambos brazos a la japonesa, los cuales cayeron al suelo moviéndose nerviosamente, como anguilas vivas guisadas en su propio jugo. La japonesa miró sus brazos a sus pies. Las manos de estos hacían peinetas, el signo idiota de los surferos, los cuernos de los heavys, etc...

-Como tenga que ir al baño, me vas a tener que ayudar con el cuadradito de papel higiénico-le advirtió la japonesa a Natalia. A esta última le dio mucho asco pensar en eso;

-Hola, buenas tardes -interrumpió Cayetana, la cucarachilla de Natalia, al entrar en la farmacia. Rodeó elegantemente los brazos de la japonesa -que aún se movían- y se plantó delante de su compañera de habitación. Natalia, en las largas y agónicas tardes de invierno, vestida con chandals y sudaderas viejas y adquiriendo preciosas lorzas merced a los turrones de chocolate (sobre tó el Suchard), había enseñao a Cateyana a hablar como a la sorda de la película Hijos de un Dios menor;

-Natalia, ¿qué coño le has hecho a esta muchacha nipona?-le recriminó la cucaracha Cayetana. Natalia recordó el motivo de todo: el dulce, así que le golpeó cruelmente la nuca a la japonesa, la cual escupió el caramelo. Este atravesó el éter, el espacio atmosférico. Natalia se tiró en plancha a por él; no debía tocar el suelo, pero sucedió algo que todo umbreteño teme a lo largo de su vida: un mochuelo que estaba posado en un árbol delante de la farmacia, observó el elegante vuelo parabólico del caramelo por el aire, se lanzó a por él y se lo arrebató a Natalia de su ímpetu libidinoso, guloso (de gula) y glotonería. El ave trincó con el pico el caramelo y echó a volar, sin duda en dirección a la Lopa. Natalia, presa de la impotencia más absoluta le lanzó al mochuelo los brazos de la japonesa a la vez que salía de su garganta un quejido de dolor que decía: ¡Aposate, Glorioso!, pero no, el mochuelo se fue con el caramelo y no volvió. Natalia rompió a llorar totalmente desconsolada. Se le fue el contró del muelle y se hizo pipí allí mismo. La cucaracha Cayetana y la japonesa confortaron a Natalia como pudieron; la cucaracha le prometió regalarle un turrón de chocolate camino de casa, cuando cerraran la farmacia, y la japonesa le lamió a Natalia la parte de atrás de las orejas, pues sin brazos no se le ocurría qué otra cosa hacer, pues no podía ni abrazarla ni acariciarle la cabeza, que es lo que se suele hacer en estos casos. Natalia solo podía pensá en argo felí pa’ contrarestá tanta amargura, así que pensó en su conejito, colgao de un puente merced a una tanza de pescadó que ella veía desde un autobú, todos los días y que la hacía llorar de emoción y felicidad. Hay qué vé con lo poco que se contentan las niñas de pueblo que parecen guiris.

Nota del autó: el mochuelo murió atragantao porque el caramelo era de piñones, de esos gordos, que están tela de güenos.

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